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Es hora de parar

9 febrero, 2020

 

Durante los diez últimos años he estado publicando un artículo semanal, de modo que, como decía don José Lostalé, mi profesor de matemáticas en el bachillerato, “si las matemáticas no mienten, y no mienten”, habré publicado más de quinientos artículos de opinión. Escribir es una tarea solitaria, a mí, además, me gusta madrugar y escribir antes del amanecer, a esas horas en las que nadie te va a llamar, ni te va a entrar ningún mensaje en el móvil, es decir, cuando estás más solo. En alguna parte leíla teoría, seguramente falsa, de que la etimología de soliloquio tiene que ver algo con la locura, hablar solo era cosa de locos hasta que aparecieron los auriculares inalámbricos. En todo caso, ponerte a las cinco de la mañana a lucubrar argumentos, más o menos sutiles, en un diálogo con nadie en concreto, se le antoja a uno una locura. Así que cuando algunos lectores y amigos, valga la redundancia, me dijeron que habían leído mi artículo me hicieron el mejor regalo: el sentido de lo que hacía. Y el sentido es el principal motor de la vida. De modo que di en pensar que el ahora en que lees estas palabras, querida lectora o lector, es también el ahora en que las escribo, acompañándome mientras me tomo el primer café del viernes, yo a ti probablemente en primero del domingo. Y, así, sin dejar de estar solo, me he sentido cada vez más acompañado.

 

Empecé a escribir en mi condición de diputadomalagueño. En una provincia con más de un millón seiscientos mil habitantes, y siete mil trescientoskilómetros cuadrados, escribir en un periódico local es una forma muy eficaz de dar cuentas a tus electores de lo que haces y de lo que piensas. Con el tiempo, además, y gracias a las redes sociales, el círculo de tus lectores se extiende mucho más allá de espacio geográfico de tus electores. Publicar también te da otras cosas, por ejemplo, pasas a pertenecer, aunque sea de forma virtual, a la comunidad del periódico en que escribes. En los últimos años esos periódicos han sido Sur, en Málaga, y El Correo, en Vizcaya. Gracias a eso he tenido el honor de publicar al lado de magníficos periodistas y escritores a los que admiro.

 

Tras dejar el Congreso, en marzo del año pasado, casi por inercia, continué escribiendo. Ha llegado el momento de parar, al menos por un tiempo, y pasar a otra forma de acción. Durante todo este tiempo, he tratado de no usar nombres propios cuando hacía una crítica, por eso he procurado referirme a quien criticaba por su cargo o su responsabilidad política, y pido disculpas por las excepciones. Porque incluso nuestros más denodados adversarios son personas, son padres e hijos de alguien. De modo que si, dentro de diez años, la hija de un responsable político mete el nombre de su padre o de su madre en un buscador de Internet, no encontrará mis críticas. Esa ha sido mi pequeña contribución al derecho al olvido, porque, en general los daños que nos causamos en democracia no merecen ser recordados para siempre. Sí deben ser recordadas las buenas acciones, por eso los elogios van con nombre propio, pero todo es efímero. Gracias.

 

 Publicado en los diarios SUR y El Correo el 9 de febrero de 2020

Guerra cultural y calentamiento climático

2 febrero, 2020

 

Cuenta Terry Eagleton, hablando de las guerras culturales, que allá por los años sesenta del siglo pasado el concepto de cultura cambió de manera radical, de modo que, a partir de entonces, la cultura pasó de ser lo que escuchabas en el tocadiscos de tu casa a aquello por lo que matabas en Belfast o Sarajevo. Cierta derecha norteamericana, primero, y cierta derecha europea después, iniciaron a partir de los ochenta una guerra cultural que han intensificado en los últimos años. En general, las guerras son un mal negocio, incluidas las culturales, y conviene pensárselo muy bien antes de ponerlas en marcha.

 

La polémica de la semana pasada sobre el veto parental es la batalla más reciente de esa guerra cultural. No parece que les haya ido muy bien a sus promotores. La sociedad española ofrece fuertes resistencias frente a la homofobia, a la xenofobia y al machismo, y esos son los valores que laten de manera más que evidente en la dirigencia política y mediática de la extrema derecha y la derecha extrema. Con todo, ni esta, ni otras derrotas que vengan en el futuro van a disuadirlos de seguir golpeando cada día los valores que ellos consideran de la izquierda, pero que, en buena medida, son los valores universalistas de la cultura occidental. Y no van a dejar de hacerlo porque quienes, en sus lejanos orígenes, inspiraron a la derecha norteamericana de postguerra la idea de la guerra cultural, habían comprendido, leyendo a Gramsci, que, si quieres estar seguro en el poder, primero debes ganar la batalla de la política, y esa siempre es de valores. El problema son los valores que han elegido.

 

La extrema derecha y la derecha extrema sueñan con dar un verdadero pelotazo de poder, y para eso están haciendo una arriesgadísima apuesta en los valores.  Cuanto más extravagantes sean los valores que tratan de imponer, calculan, mayor será el beneficio en términos de poder si ganan. ¿Qué clase de poder tendrían si la sociedad española se entregara a la xenofobia, a la homofobia y al machismo? ¿Qué poder tendrían si renunciáramos a la tolerancia y abrazáramos colectivamente la intransigencia? Seguramente un poder extraordinario, total. Algo nunca descartable del todo, aunque lo más probable es que pierdan completamente la apuesta, eso sí, después de organizar un buen destrozo.

 

De esa guerra cultural forma parte el negacionismo del calentamiento global de nuestro planeta. El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) pregunta en su último barómetro, correspondiente al mes de enero, por la opinión de la ciudadanía española sobre la verdad y gravedad del cambio climático. La respuesta de los electores de los partidos de la derecha, en todo su espectro, es muy alentadora. De manera muy mayoritaria esos electores reconocen que el problema del clima es real, está provocado por los seres humanos, es grave y debe ser abordado con urgencia. Otra batalla que tienen perdida. A esa derecha ya solo le queda la bandera, no como un símbolo de unidad, sino como un engaño.

 Publicado en el diario SUR el 2 de febrero de 2020.

Ofertas y demandas políticas

26 enero, 2020

 

Pocos días después de las elecciones generales de abril del año pasado, uno de nuestros más brillantes analistas políticos, Ignacio Molina, colgó un tuit en el que comparaba los resultados de esas elecciones con los de 1977. En 1977 el PSOE obtuvo el 29,3% de los votos, y cuarenta y dos años más tarde, el PSOE obtuvo el 28,7%. Molina decidió avanzar un poco más en el juego, y sumó los votos del PP y Cs en 2019, lo que daba un 32,6%, y los comparó con los de UCD en 1977, un 34,4%. Hace cuarenta y dos años, el PCE junto con el PSP y otros partidos marxistas obtuvieron el 15,4% de los votos, en abril de 2019 Unidas Podemos obtuvo el 14,3%. En las primeras elecciones de nuestra democracia la suma de AP y AN, en la derecha del sistema, era del 8,6%, en abril de 2019 Vox obtuvo el 10,3%. Por último, en 1977 los nacionalistas catalanes obtuvieron el 4,6% de los votos y en el pasado abril el 5,8%. Los nacionalistas vascos obtuvieron en 1977 un 2% y hace un año un 2,5%. Molina terminaba diciendo: “Que 42 años no es nada…”.

 

Pronto aparecieron comentarios críticos al tuit, señalando que no se puede comparar el PSOE de 1977 con el de 2019. Y si no se puede comparar el PSOE, los demás todavía menos. Molina se defendía, con razón a mi juicio,diciendo que “el tuit no organiza tanto los resultados desde el lado de la oferta ideológica de las élites de cada partido sino desde el lado de la demanda sociológica”. Podríamos decir que quienes votaban al PSOE en 1977 sabían qué lugar ocupaba respecto al PCE y la UCD, de la misma manera que quienes lo votaron en 2019 sabían quélugar ocupa respecto a Unidas Podemos y a Ciudadanos.

 

Hay una página en Internet que se llama www.historialectoral.com, en la que se pueden encontrar series históricas electorales de España. Sus autores hacen un ejercicio parecido al de Ignacio Molina, y comparan el voto a izquierda y derecha a lo largo de nuestra historia. Lo más llamativo es la estabilidad en la distribución del voto. Para 2016 la suma de los partidos de izquierda fue del 47,2%, que es prácticamente la misma que en 1977, el 47,42%, que es casi idéntica a la de 1936, un 47%. Ni siquiera una guerra civil y una larga dictadura cambiaron la demanda, pero afortunadamente cambió la oferta.

 

No quiero cansar con más datos a la amable lectora, o lector, de esta columna, porque creo que la idea ya está clara. Obviamente sería necesario un análisis estadístico más riguroso, pero es posible que, en lo esencial, la intuición de Ignacio Molina sea buena, y que no sea la demanda sociológica, sino la oferta política la que ha ido cambiando a lo largo del tiempo. La conclusión es que no parece muy probable que, en los próximos cuarenta años, por decir una cifra, vaya a cambiar mucho la distribución del electorado. Las mismas especies del ecosistema político español seguiremos, más o menos igual, por mucho tiempo, la única diferencia es si lo haremos con unánimo y unos modos parecidos a los del 36, o a los del 77. Si apostamos por el enfrentamiento, o por la convivencia, eso es lo único que cambia aquí.

 Publicado en los diarios SUR y El Correo, el 26 de enero de 2020.